Alberto PACHECO ESCOBEDO
Biblioteca Jorge Carpizo

El mundo moderno es especialmente sensible a toda la materia de los derechos humanos. Se estudian éstos desde distintas perspectivas, y no hay duda de que es un avance de nuestra cultura de fin de siglo, la especial importancia que han adquirido entre nosotros y la conciencia cada día más viva no sólo de la existencia, sino de la necesidad de respeto que implica cada uno de ellos, lo cual se refleja en el detenido estudio de que son objeto desde hace algunos años a la fecha.

Sin embargo, este novedoso interés por los derechos humanos tiene sus peligros, pues con frecuencia se habla de ellos por personas que no tienen la preparación suficiente para conocerlos ni para valorarlos, y en materia de tanta importancia es fácil que el ignorante o el superficial desoriente y confunda, en lugar de aportar algo positivo.

Los derechos humanos son actualmente materia de una noticia periodística, de comentarios y opiniones por parte de todo tipo de personas, y así no es difícil que, olvidándose de su verdadera naturaleza y trascendencia, se confundan con situaciones jurídicas o sociales en las cuales no están en juego esos derechos, sino otros de muy diversa importancia, y con frecuencia de muy secundaria trascendencia. Con facilidad se incluyen como derechos humanos situaciones jurídicas o sociales que no tienen relación directa con esos derechos básicos, innatos, inalienables, que hoy denominamos derechos humanos. Ahí tenemos una fuente de confusiones que no presta un servicio verdadero a la causa de los derechos humanos.

Las grandes polémicas que se han levantado en otros países enfrentando el derecho a la intimidad contra el derecho a la información, son muestra de lo que antes se ha afirmado. Algunos pretenden poner por encima de la intimidad de las personas, el hipotético derecho de la sociedad a estar informada de todo, y así se considera violado ese derecho a estar informados cuando alguien no quiere declarar o hacer públicos algunos aspectos o datos que objetivamente pertenecen a su intimidad, o que el sujeto quiere colocar voluntariamente en ese nivel. Cuando así se razona, se están considerando las cosas unilateralmente, sin tener en cuenta que los derechos humanos, siempre personales, son superiores a cualquier otro derecho que contra ellos pueda aducirse, y que ese teórico derecho de la sociedad a estar informada, no tiene ni un sujeto claro, pues el concepto abstracto de sociedad como sujeto de derechos no existe, ni tiene por qué estar representada por el periodista inquisidor que pretende penetrar a los campos de la intimidad, aunque se trate de personajes políticos o con representación pública. Un reflejo de esos conceptos equivocados se dio entre nosotros cuando en diciembre de 1982 se modificó el artículo 1916 del Código Civil para el Distrito Federal al introducir en nuestro derecho positivo el concepto de daño moral, y sancionarlo con penas adecuadas cuando se afecten los «sentimientos, afectos, […] vida privada […] o bien la consideración de que de sí misma tienen los demás». La presión ejercida entonces por los medios de comunicación masiva obligó a añadir el actual artículo 1916 bis haciendo salvaguarda de los derechos de informar, pensando que la protección del daño moral podía afectar a la libertad de prensa. Como cualquier otra libertad, no puede estar nunca por encima de los derechos humanos, y que el deber de informar, la libertad de escribir y publicar, el derecho a estar informado por parte del público, no pueden nunca parangonarse en importancia ante el derecho a la intimidad de todas las personas.

Aún hay mucho qué estudiar en la dogmática de los derechos humanos, y aunque se han publicado muchas y valiosas obras sobre los mismos, queda mucho campo para la meditación y la profundización por parte de los estudiosos. Son tantos los aspectos, y muchos de ellos requieren de tal finura de análisis, que no puede extrañarnos que los derechos humanos sigan siendo uno de los campos en donde han concurrido los estudiosos de la ciencia jurídica en los últimos años.

Uno de los errores que se cometen con frecuencia, es pensar que los derechos humanos son una creación de nuestro tiempo, como si antes de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Francesa, no existieran éstos, o la sociedad se hubiera olvidado de ellos. Existían, como es lógico, como derechos naturales que son, pero es verdad que no eran uno de los temas de estudio más socorridos por los juristas antes de esa época. Hubo, por ejemplo, estudios interesantes en siglos anteriores sobre el ius in se ipsum, sobre la posibilidad de disponer legítimamente del propio cuerpo, así como consideraciones más bien académicas sobre el honor y la fama, protección penal al derecho a la vida, pero es necesario reconocer que no se llegó a una sistematización de este tipo de derechos, cuyo estudio se encontraba disperso en la distintas disciplinas jurídicas y casi siempre con un tratamiento superficial. Es mérito de nuestro siglo el haber sistematizado el estudio de los derechos humanos y haber comenzado a crear la dogmática jurídica sobre los mismos, así como haber fijado su atención en ellos en tratados internacionales y en declaraciones de principios de organismos internacionales, siendo éstas, en buena parte, las que han provocado en alguna forma el actual movimiento en pro de los derechos humanos.

Pero también es necesario pensar que esa abundancia actual de la literatura sobre los derechos humanos está motivada en gran parte por la necesidad de protección que los mismos requieren en nuestra sociedad actual, protección que no se requería en épocas pretéritas con la urgencia con que hoy se hace necesaria. Este es un fenómeno que se presenta con frecuencia en la historia de las instituciones jurídicas, y de esto saben mucho los que se dedican a su estudio, pues una manera segura de conocer las costumbres de una sociedad histórica determinada es asomarse a sus cuerpos legislativos, y allí descubrir la forma de vivir de esa sociedad, al encontrar en las leyes aquellas materias sobre las que ha habido que legislar porque la sociedad comenzó a vivir en forma incorrecta y desordenadamente: un aumento de penalidad a un determinado delito, o la creación de nuevos tipos penales, están insinuando, al menos, que en una sociedad se han comenzado a cometer con mayor frecuencia esos actos ilícitos, y que el legislador se ha visto precisado a expedir leyes para reprimirlos. No puede olvidarse que la norma jurídica cumple un papel ordenador en la sociedad que señala el deber ser, y por tanto, lo que debe observarse y vivirse como justo: cuando es necesario recordar a través del texto legal lo que debe ser, es un indicio de que en una sociedad no se está viviendo.

Algo similar sucede, sin duda, con los derechos humanos en nuestra sociedad actual. En épocas anteriores se legislaba menos sobre ellos, y eran una materia de menor interés para los juristas, porque se violaban con menor frecuencia que en nuestra sociedad actual. Pero esto no debemos atribuirlo solamente a la perversión de las costumbres, sino en buena parte a los adelantos técnicos. Un avance en la técnica tiene siempre un aspecto positivo que facilita el trabajo de los hombres, pero lleva también consigo la posibilidad de su mala utilización, y entonces es necesario que la autoridad intervenga para prevenir o castigar esas conductas antisociales que comienzan a producirse aprovechando las oportunidades que han abierto las nuevas técnicas.

Lo anterior es muy claro en el caso concreto que es materia de estos comentarios. Pocos trabajos encontramos antes de nuestro tiempo sobre el derecho a la intimidad. Quizá en parte porque no era necesario delimitar su campo, ni estudiar la consecuencia de su violación: eran pocas las oportunidades que se tenía de violarlo, y casi siempre se unía al concepto de faltas al honor o a la reputación. Todo quedaba subsumido en la obligación de no difamar y de no intervenir físicamente en la vida íntima de otra persona. Hoy, las oportunidades que proporciona la técnica al hombre moderno para intervenir en la intimidad de otro, se han vuelto variadísimas y ya no necesitan casi nunca de la presencia física del violador para penetrar en los campos íntimos de otra persona. La intimidad se puede violar a distancia con telefotos, por micrófonos ocultos o grabaciones a distancia, por revelación de datos que antes sólo poseían unas cuantas personas de la confianza del sujeto; hoy la facilidad que proporciona la electrónica hace necesario establecer reglas sobre la venta de información, aprovechamiento de datos personales para fines comerciales, etcétera. Antes, el diario íntimo o la correspondencia personal eran casi los únicos documentos que se consideraban como pertenecientes a la intimidad de la persona; hoy, ese campo debemos extenderlo a ciertas comunicaciones por fax, a la computadora personal, o a los datos almacenados en disquetes de uso privado.

La electrónica ha hecho posible el almacenamiento y utilización de tal cantidad de datos que antes sólo existían en ficheros privados, que puede violarse la intimidad de las personas por medios y sistemas que no estaban al alcance de nuestros inmediatos antepasados. Ante estos fenómenos, el derecho tiene mucho qué decir, y lo está diciendo. Una muestra clara es el interés siempre creciente por los derechos humanos.

El estudio de los derechos humanos presenta, sin embargo, en nuestra época, paradojas que no son explicables con lógica: se defiende el derecho a la vida de todos los hombres, pero se admite el aborto en las legislaciones, pensando que el embrión no tiene vida humana y que ésta le llega por conductos misteriosos unos cuantos días después de la fecundación; se tiene especial cuidado de no discriminar y en que se respeten los derechos de los sospechosos o acusados para que no se les prive ilícitamente de su libertad y no se tiene empacho en congelar embriones en los procesos de fecundación artificial, y aun se llega a permitir en la ley la experimentación con embriones humanos hasta determinada etapa de su crecimiento; se es especialmente sensible sobre todo lo que se refiere a la intimidad de la persona, pero son pocos los que se han planteado la forma y la extensión de este derecho en los no nacidos.

Es necesario, por tanto, afrontar con valentía y en profundidad la extensión de los derechos humanos y estudiar su contenido pensando en todos los seres humanos, no sólo en aquellos grupos sociales en los cuales se da la violación de los mismos con más frecuencia. Los derechos humanos, por su misma definición, son derechos que tiene todo ser humano, o sea todo ser vivo en el cual hay vida humana, de la raza que sea, de la edad que sea y del tamaño que sea, aunque exista provisionalmente como microscópico, y aunque en este momento no pueda manifestar su racionalidad, como sucede con los disminuidos psíquicamente. No puede haber excepciones en la titularidad de los derechos humanos, pues si se admiten algunas, ya no son derechos del hombre, sino sólo de algunos de ellos.

El derecho a la intimidad es un derecho humano: en esto podemos afirmar que no hay duda alguna en los autores ni en los textos legales de los países que sobre esta materia han legislado. La intimidad es un bien tan cercano a la persona misma que no hay duda sobre la necesidad de su respeto por parte de todos los demás y por tanto del derecho que tiene todo hombre a que no intervengan extraños en esa esfera. Es un derecho unido naturalmente a la persona, y ésta tiene derecho a su identidad, a conservar sólo para sí o para sus íntimos aquellos aspectos de su vida en los cuales no tienen por qué intervenir extraños.

La intimidad no es sólo una cierta consideración social, ni tiene solamente aspectos morales o de trato social, sino que su respeto por parte de las demás personas tiene las características de una verdadera relación jurídica. Si éstas consisten en último término en dar a cada quien lo suyo, es algo muy propio de todo hombre los aspectos que configuran la intimidad de cada quien y por tanto hay derecho a que se respeten, y será por necesidad un acto injusto, y en consecuencia antijurídico, el tratar de penetrar en la intimidad de otro.

El derecho a la intimidad, como todos los derechos humanos, no depende para su existencia y conservación de la voluntad del sujeto: se tiene aunque no se quiera, y la violación del mismo no lo hace desaparecer. Además, la voluntad del sujeto no puede modificarlo. Todo esto, que reviste especial importancia en el derecho que estamos considerando, se deriva del carácter natural de este tipo de derechos. Si el hombre los tiene por ser hombre, no puede despojarse de ellos, como no puede despojarse de su condición de ser humano. Aun cuando una persona permita que otros violen sus derechos humanos, no por eso se habrá legitimado la acción del extraño, sino que ésta seguirá siendo una acción injusta, ya que el sujeto del derecho no puede renunciar a su titularidad ni a su ejercicio. El caso del derecho a la vida resulta especialmente claro: el sujeto que autoriza a otro a privarle de ella, no por eso hace que cambie la calificación moral ni jurídica del homicidio que cometería quien le privara de la vida aunque ese acto se realizara con su autorización. En esto se basa la innecesaria ilicitud de la eutanasia.

No podemos aplicar a los derechos humanos, los criterios que la ciencia jurídica ha elaborado para los derechos patrimoniales, pues éstos se ejercen siempre sobre objetos ajenos al sujeto, y en cambio los bienes protegidos por aquéllos pertenecen al titular mismo del derecho, los bienes protegidos son parte de su personalidad y en alguna forma, son el sujeto mismo, sus atribuciones y facultades. Como no se puede comerciar con los hombres, no se puede aplicar a los derechos humanos ninguna de las características de los derechos de contenido monetario. Estamos en otro nivel, jurídico también, pero con una diferencia que se deriva de la diversa naturaleza de unos y otros.

El hombre, por tanto, no puede renunciar a su intimidad, y cuando permite que otros entren en determinados campos de ella, no se pierde ni se limita, sino que aquellos que han sido autorizados a penetrar en el campo de la actividad ajena, quedan, por ese solo hecho, obligados a seguirla preservando, o sea, quedan ligados por el secreto natural que es consecuencia necesaria de haberse enterado de una cosa íntima y secreta por su naturaleza. Lo que obliga a la discreción y a la reserva, no es la forma en que una persona se enteró de cosas íntimas o privadas de otra, sino la materia misma, que por ser íntima, debe ser reservada.

Nuestra época también ha demostrado una preocupación creciente por los derechos del hombre en el caso de los menores o de los incapaces que sufren de alguna disminución en sus aptitudes por cuestiones físicas o psíquicas. No hay duda de que estos individuos, que nadie duda que pertenecen a la especie humana, tienen también los mismos derechos humanos que proclamamos para los hombres con plena capacidad. La titularidad de los derechos humanos no queda condicionada ni modificada por la capacidad o incapacidad de su titular, pues si se tienen por ser hombre, toda persona que lo sea, los tendrá por necesidad. En el nivel de los derechos humanos, nos movemos en un espacio de naturaleza, la cual, por definición, no se ve modificada ni disminuida por circunstancias accidentales, como pueden ser las enfermedades o la minoría de edad.

Los incapaces, por tanto, también tienen derecho a que se respete su intimidad, y en su caso particular podría decirse que el respeto que se les debe en esta materia reviste características especiales, derivadas de su imposibilidad de valerse por sí mismos.

Ya hemos indicado que podemos mencionar como una de las notas positivas de nuestra cultura jurídica actual el haber puesto un especial énfasis en el estudio y consideración de los derechos humanos. Otra nota que honra la ciencia jurídica de finales de nuestro siglo es, sin duda, su preocupación por la especial atención que merecen los incapaces y todos aquellos que por cualquier causa no pueden valerse por sí mismos. Una manifestación de esta corriente es, por ejemplo, el giro que ha sufrido el derecho civil en el contenido y en el sentido mismo con que debe ejercerse la patria potestad y todas aquellas instituciones tutelares de los incapacitados. Anteriormente, al estudiar la patria potestad, el énfasis se ponía en las facultades de representación de los padres o tutores, y se legislaba exhaustivamente sobre cuáles actos podrían realizarse sobre el patrimonio del hijo o del pupilo. Se insistía, además, en el carácter de potestad con que se veía la autoridad de los padres sobre los hijos, y la obligación de éstos de obedecer y respetar a aquéllos.

Hoy, sin embargo, sin abandonar las funciones de representante que tienen los padres y los tutores, y sin descartar la obligación de los hijos de respetar y obedecer a sus padres, el derecho civil insiste sobre todo en el sentido de servicio y protección que tienen estas instituciones en relación con el incapaz. En este sentido, para muchos, ya resulta anacrónica la misma denominación tradicional de potestad con que siempre se ha denominado a las facultades jurídicas del padre en relación con su hijo, ya que en alguna forma denota un cierto dominio sobre éste, pues hoy se entiende más el papel de los padres como el servicio y ayuda que deben prestar a sus hijos durante su incapacidad.

Entendiendo así la función de los representantes de los incapaces es la única forma como podemos encuadrar correctamente el ejercicio por parte de los incapaces de los derechos humanos. No pueden ejercerlos por sí mismos, pero sus padres o tutores tienen la obligación de vigilar para que se respeten, y para que durante su incapacidad no sufran daños irreversibles en su personalidad que los señale como casos especiales para cuando lleguen a la mayoría de edad, en el caso de los menores. Esa obligación, como fácilmente puede desprenderse de lo dicho, reviste especial importancia, pues ni siquiera se puede en ocasiones consultar con el titular para remitir su opinión.

El incapaz tiene también derecho a su intimidad, como ya decíamos, y son sus padres o tutores los legalmente encargados de vigilar por ella y cuidar que no se viole. En el caso, reviste especial importancia cualquier acción de un tercero que pueda violar la intimidad dejando una huella difícil de discernir sobre la protección de los derechos del no nacido, pues casi siempre la violación surge de los mismos padres, que son los encargados de su protección.

En efecto, la violación de la intimidad en una persona capaz puede producirse por varios cauces: uno de ellos es la penetración violenta o fraudulenta por parte de un tercero, que sin autorización del sujeto, o engañando a éste, se entera de cosas que pertenecen a su intimidad, el cual se verá también violado si esos conocimientos o datos se hacen públicos, o al menos del conocimiento de otras personas que no tienen derecho a enterarse de ellos. Existe, por tanto, una doble acción ilícita: haber penetrado en la intimidad ajena sin consentimiento del sujeto, y haber publicado o comunicado a terceros esos conocimientos o datos.

Por el contrario, cuando el sujeto mismo revela a otros algunos datos o circunstancias que formen parte de su intimidad, no se puede considerar violada ésta. No es que el sujeto pueda despojarse de toda su intimidad, pero sí tiene derecho a participar determinados datos o acontecimientos de su vida privada con las personas que juzgue de su confianza y a las cuales deja entrar en esas esferas personales. Normalmente la intimidad se comparte en plenitud con el cónyuge y en grandes campos con los padres, hijos, hermanos, etcétera. Es la misma naturaleza social del hombre la que lo lleva a compartir con otros de su confianza, esos datos íntimos.

Esas personas quedan obligadas a la discreción y al secreto en virtud de la confianza que en ellas se ha depositado, y también por la materia misma de la que se han hecho partícipes. Los datos íntimos de una persona siguen siendo íntimos aunque ésta los haya participado con algunos. No pierden ese carácter las materias íntimas por el hecho de que las conozcan muchas personas o de que se hayan publicado, y esto, aun con consentimiento libre y voluntario de la persona de que se trate. La maledicencia es también violatoria de la intimidad, aunque se refiera a datos conocidos y publicados y aunque esa publicación se haya hecho con consentimiento del sujeto. Se debe discreción por la materia de los asuntos, y la voluntad de la persona no le quita el carácter de íntimo a las materias publicadas.

Aplicando los conceptos anteriores al derecho a la intimidad de los incapaces, debemos decir, en consecuencia, que existe siempre un doble deber de discreción en relación con ellos, pues nunca pueden prestar su consentimiento para que sus datos íntimos lleguen a conocimiento de terceras personas, y por tanto, sería una doble falta de justicia el hacer públicos esos datos en detrimento de la intimidad del incapaz. Las personas que por cualquier causa lleguen al conocimiento de datos íntimos del incapaz, no deben compartirlos más que con aquellas personas que puedan prestar auxilio a éste en orden a su curación o a su mejor desarrollo.

Al estar refiriéndonos a los incapaces menores de edad en los párrafos anteriores, no debemos limitar el término inicial a la fecha de su nacimiento: sería una salvedad sin ningún fundamento. Si el derecho desde tiempo inmemorial ha considerado que el concebido puede heredar, si puede recibir donaciones, y por tanto comenzar a actuar en el mundo jurídico desde el momento de su concepción, es claro que se le considera persona humana, y por lo tanto, titular de todos los derechos humanos, entre los cuales está, forzosamente, el derecho a su intimidad.

Ahora bien, es necesario considerar en qué forma puede ejercitarse ese derecho a la intimidad en el caso del no nacido, pues su forma transitoria de existir le toca en situaciones peculiares. Por ejemplo, se violaría la intimidad de una persona mayor, penetrando en su hogar y retratándola sin ropa. No se puede pensar que se viola la intimidad del no nacido en una situación análoga, como tampoco se viola la intimidad del recién nacido que es retratado por sus padres en similar situación. De esto no podemos concluir que los recién nacidos o los no nacidos no tienen intimidad, sino que la ejercen en forma distinta, porque naturalmente no han desarrollado el sentido del pudor como se presenta en los adolescentes o adultos.

Es claro que los padres no son los titulares del derecho a la intimidad de sus hijos, y menos del derecho del no nacido. Pero es necesario tratar de precisar sobre qué materias se ejerce la intimidad de los no nacidos, pues podría parecer a alguno que no existe, mientras esté en el seno materno.

Si partimos del dato que nos proporciona la genética en el sentido de que a partir de la fecundación existe vida humana, y que no se necesita de ninguna otra aportación genética posterior para desarrollarse hasta llegar a nacer desprendiéndose del seno materno, es necesario concluir que desde el momento de la fecundación existe una persona humana con todos los derechos del hombre que reconocemos en cualquier otra persona humana, pues estos derechos, por su misma naturaleza, los tienen todos los individuos de la especie humana. El embrión, por lo tanto (y según los genetistas el concepto de preembrión no es más que una distinción semántica sin ninguna base científica) tiene todos los derechos humanos que las leyes y las declaraciones y tratados internacionales reconocen a los hombres, y por tanto, tiene derecho a su intimidad. Como no se le puede consultar o pedir su autorización o consentimiento para que no se permita a otro entrar legítimamente en esa intimidad, sus representantes, o sea sus padres, y sobre todo su madre, por el especial estado que guarda su vida intrauterina, no tienen derecho a intervenir en su intimidad, más que en aquellos casos en que se busque la mayor protección y el bien del no nacido, nunca por satisfacer curiosidades de los padres, o por motivos de investigación (el hombre no debe ser objeto de experimentaciones) o por confirmar diagnósticos equívocos.

Ahora bien, las manipulaciones genéticas derivadas de la fecundación extracorpórea, ¿serán violatorias del derecho a la intimidad del no nacido, puesto que se realizan cuando aún no existe? Podría parecer que éste es nada más un problema moral, que no interesa al derecho, pues se está hablando de un sujeto futuro, que quizá ni siquiera llegue a existir.

No es así, pues el hombre, en el momento mismo de comenzar su existencia, adquiere o recibe los derechos naturales, que no adquiere ni recibe de otro hombre ni del Estado, sino de su condición de hombre, o sea, desde que existe es titular de los que hoy denominamos derechos humanos. Pero es de justicia que los reciba íntegros, tal como la naturaleza los configura para todos, de tal manera que cualquier acto anterior a su existencia que le haga iniciarla con esos derechos artificialmente modificados o alterados, es un acto de injusticia que se ha cometido con él, aun cuando se haya originado en actos anteriores a la existencia misma del sujeto. La injusticia se comete con el hombre en cuanto empieza a existir.

Como la fecundación artificial implica procesos no naturales, la cuestión se plantea si los hombres tienen derecho a comenzar a existir conforme a procesos naturales y a ser concebidos en determinadas circunstancias que no se dan en la fecundación artificial.

Para entender en toda su extensión estos problemas de la fecundación artificial, así como los derivados de la inseminación artificial, es necesario volver sobre nuestros conocimientos de qué es la naturaleza humana: sin entender ésta, podemos fácilmente equivocar los juicios que demos sobre los procesos vitales de los hombres.

El hombre se asemeja en su biología a los mamíferos superiores, pero se separa sustancialmente de ellos por su racionalidad: se da cuenta de que existe, y puede proponerse fines y allegarse medios para realizarlos. Ésta es una realidad que interesa no sólo a la filosofía, sino que es la base misma sobre la cual se sustenta la existencia del derecho. En consecuencia, el embrión, al ser un individuo de la especie humana, debemos considerarlo como ser racional y como titular de derechos. Esos derechos, entre otros, son los necesarios para el desarrollo normal de las posibilidades que la misma naturaleza le proporciona. O sea, tiene derecho a que le respeten su integridad corporal y derecho a nacer, derecho a vivir, a ser educado y formado por quienes naturalmente tienen ese derecho y esa obligación, y posteriormente derecho a trabajar, a contraer matrimonio, al descanso y a la jubilación, etcétera. Y siempre, acompañando a todas las etapas de su vida, derecho a la intimidad, así como al honor, a la fama y a los otros derechos humanos, algunos de los cuales ya se han incluido en la enumeración anterior.

La mejor manera de que un ser humano comience su existencia en la situación óptima para ejercer sus derechos naturales, es que sea producto de un acto humano de sus padres, o sea, de un acto en el que éstos hayan puesto por obra no sólo sus facultades generativas, sino su racionalidad, de tal forma que no sea sólo el producto de los instintos de sus padres, sino del ejercicio racional y por tanto también afectivo de éstos.

Eso se da, en la mejor forma, en la unión matrimonial. De aquí deducimos que todo hombre tiene derecho a venir a este mundo como consecuencia de un acto conyugal, no de una aventura esporádica, pues en ésta se le estaría colocando en una situación que al menos vuelve más difícil el ejercicio de sus derechos naturales. Los hijos nacidos fuera de matrimonio sufren ya desde el principio una injusticia que ha violado su derecho a venir a este mundo en la mejor situación para ser educados por sus padres y en el seno de una familia normalmente constituida en la que va a encontrar el ambiente propicio para el desarrollo de sus posibilidades humanas. El hijo nacido fuera de matrimonio sufre ya desde su nacimiento una violación de su derecho a la intimidad, pues por más que el derecho se ufane correctamente por igualarlo en derechos y obligaciones con los hijos legítimos, sufrirá siempre por la especial situación de su filiación extramatrimonial. Y esto, no como consecuencia de peculiaridades costumbres sociales que deben superarse en nuestra sociedad pluralista, sino como consecuencia de la injusticia que con él cometieron sus padres al engendrarlo en situación adversa.

La situación del hijo producto de la fecundación artificial es análoga en muchos aspectos a la del hijo extramatrimonial, y en otros aspectos es aún más grave. La fecundación artificial no puede ser nunca consecuencia de un acto humano, pues el acto engendrador en la especie humana es naturalmente unitivo, y en la hipótesis, no existe unión de los sexos, sino sólo producción separada de gametos. Cuando esos gametos son de personas que no pueden ser conocidas por el hijo, porque la ley protege el anonimato de los proveedores, como es el caso de la ley española, el atentado contra la intimidad del hijo es patente, pues buena parte del equilibrio psicológico de toda persona y, por tanto, la construcción de su intimidad, se basa en el conocimiento cierto de sus padres y en las ayudas físicas y espirituales que éstos están obligados a dar.

La violación de la intimidad se disminuye, pero no desaparece cuando los proveedores de los gametos son personas conocidas o aun cuando sean personas unidas en matrimonio que desean tener un hijo, en ejercicio de un pretendido derecho a tener hijos, que con frecuencia se aduce como razón para buscar tenerlo mediante la fecundación artificial. La fecundación artificial atiende a la parte orgánica de la reproducción humana, o sea a la parte que el hombre tiene en común con los animales, pero no siendo un acto humano el que da origen a la vida humana, no podrá nunca pretender ser una forma humana de tener hijos.

No podemos, por tanto, más que concluir que la fecundación artificial no respeta el derecho a la intimidad del ser humano que ha sido engendrado en una probeta y no en el seno de su madre, como la naturaleza lo pide.

Las consecuencias prácticas de la forma no humana de engendrar a través de la fecundación artificial han comenzado a tocar la puerta del derecho. Son frecuentes ya, en algunos países, los procesos en que están en disputa unos embriones congelados y los pretenden la mujer que proveyó el óvulo, o el hombre cuyo esperma fecundó, o la pareja que contrató los servicios de ambos con el deseo de tener un hijo. Y se repiten cada vez más los juicios en que la gestadora alquilada no quiere entregar al hijo que gestó en su viente, que no es biológicamente su hijo, y que le están reclamando la pareja que la contrató no como madre, sino sólo como gestadora. Éstos y otros muchos supuestos son consecuencia del primer acto antinatural. Las consecuencias jurídicas de los mismos tendrán que ser materia de decisiones legislativas, y esperamos que éstas tengan un conocimiento exacto de las situaciones de justicia y de injusticia que se provocan con estas manipulaciones artificiales, y procedan con toda la prudencia que es necesaria para defender en estos casos los derechos humanos.

Entonces se volverá a repetir la historia que más arriba mencionábamos: esas leyes comprobarán ante los hombres del futuro que en nuestra sociedad hubo necesidad de que el derecho marcara el deber ser, porque en nuestro tiempo los hombres se desviaron del camino justo.

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