Por Rubén Revello
Para LA NACION
Es sorprendente la actualidad que tiene la búsqueda de nuevas tecnologías aplicadas a viejas ideas. Una de esas ideas perennes es la que ya afligía a los caballeros medievales, que, urgidos por las constantes campañas bélicas, debían ausentarse durante largos períodos de su hogar. El temor a encontrarse con hijos de otra proveniencia genética los llevó al uso de diversos métodos que favorecieran la castidad de sus damas.
La aparición de «sietemesinos» con colores de cabello y ojos diversos de los de sus progenitores mantuvo viva la sospecha. Sin embargo, nada más se podía hacer. Paralelamente, muchos varones, escudándose en una supuesta infidelidad, negaban una paternidad flagrante.
Hoy todo eso acabó. El progreso de la ciencia, con su maravilloso poder de desmenuzar el código genético de una persona hasta el punto de tener una certeza del 99,99% acerca de su proveniencia, da por tierra con cualquier sospecha. Basta un cabello o un hisopado bucal, para poder dilucidar ese arcano.
Nuevas respuestas no aquietan el corazón humano, sino que lo llenan de más preguntas: ¿es ético que un derecho compartido (como es la patria potestad) sea ignorado y se pueda hacer una prueba de paternidad sin el consentimiento explícito de ambos progenitores? ¿Cómo compatibilizar el deseo de alguien de no indagar en el pasado, con el justo reclamo de otros que desean saber si alguien, de quien sospechan una identidad cambiada, forma parte o no de su descendencia?
La ciencia avanza de modo maravilloso y lo que los hombres hagamos con ella no debe impedir su desarrollo, pero para confirmar que algo es un verdadero avance, no basta la suma de verdades acumuladas; éstas deben conformar un camino ético, que señale por dónde avanzar.
La contundencia de la prueba de paternidad genética manifiesta al mismo tiempo la confianza que pone el hombre en la ciencia, tanto como la profunda desconfianza en sí mismo y en los demás.
Las preguntas que nos hacemos muestran quiénes somos. Dudar de la paternidad hasta el punto de obtener a escondidas muestras de nuestros atribuidos hijos, pone de manifiesto lo lábil de nuestras relaciones, la pérdida de la confianza en el otro, así como la primacía del dato científico por sobre la relación personal estable y fiel.
(#)El autor es sacerdote y coordinador del Instituto de Bioética de la UCA

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