Sin duda, muchas actividades de la averiguación previa serán confirmadas o rechazadas por estas clases de pruebas sobre todo en los llamados «delitos de sangre». La razón es muy obvia, el aparato científico se erige en un auxiliar de inestimable eficacia en el procedimiento penal. Pero, como acabamos de contemplar en el proceso de O. J. Simpson, dos genetistas enfrentaron sus opiniones y las cosas quedaron de tal manera que no fue posible convencer al jurado «más allá de una duda razonable» de la culpabilidad del famoso ex jugador de futbol americano.

Lo anterior, desde el punto de vista de la acusación y de la propia defensa constituye una indicación clara de que no hemos alcanzado todavía los niveles de certeza, que muchos consideraban habían llegado ya a nuestras posibilidades.

Sin embargo, hay un punto más que, a mí en lo personal, me inquieta muchísimo. Si nuestro código genético viene marcado, como parece ser, por los genes proporcionados por nuestros progenitores, resulta evidente que si dichos genes presentan desviaciones hacia impulsos atávicos y agresivos, pronto nos vamos a encontrar con que un delincuente, o mejor dicho lo que en el lenguaje coloquial denominamos delincuente, es un ser que trae una determinación hacia la violencia.

En otras palabras, Lombroso vuelve a ganar sus batallas, aun después de muerto. Muchos dirán que esto es resucitar, nuevamente, el determinismo biológico, que tantos rechazos ha recibido, y proba-blemente tengan razón, pero con el inevitable aditamento de que, ahora sí, hay una base científica proporcionada por la genética, que permite auspiciar un nuevo renacer de esas doctrinas que parecían ya definitivamente enterradas.

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